Deambulan por las calles, rondan rincones de antros oscuros como sitios luminosos. Los ves sentados en la banca de un parque, en el escritorio de una oficina, en un rincón de una cafetería, están en cualquier parte esperando a voluntarios pacientes de la consulta diaria. Son tipos taciturnos de sonrisa afable, de mirada abierta, aparentemente callados pero callan para escuchar doble, para ver el punto fijo en la mirada de las personas. Tienen el don de la palabra sincera, la pausa precisa, el silencio oportuno. No seducen, cautivan sin darte cuenta. Empiezas charlando tímidamente y terminas confesando las penalidades del alma. Tienen manos finas de roce sensible de toques secretos. Son jardineros de los dolores, siembran paz y liberan brotes de esperanza en las personas. Son los médicos de almas, graduados de la universidad de la vida y no penden de sus paredes cartones con letras llenas de ego. Sus métodos son catárticos, te llevan de lo simple a lo complejo, de las alturas de tu ego a las profundidades de tu realidad. Te escuchan con atención, no te interrumpen, dejan brotar de ti la catarata de emociones, son tus síntomas, tus laceraciones y escoriaciones del alma las que han marcado y han dejado heridas abiertas en ti. Luego diagnostican con la frialdad de quien te ha desnudado de tus penurias, con la suavidad de quien se ha puesto tus ropas y calzado tus pasos, después de esto ya no hay rubor, no hay vergüenza ni falaz moral, después de esto nos reconocemos como somos. Finalmente te recetan con voz clara y precisa te marcan caminos y veredas que creías que no existían, porque conocen de la vida y reconocen los atajos. El costo de la consulta es tan cara que no la pagarías con tu vida y tan barata que el bálsamo de un roce de la mano es suficiente. Debes reconocerlos sin haberlos visto, debes encontrarlos sin siquiera buscarlos, están en cualquier parte y en ocasiones y sin saberlo podemos ser uno de ellos.